Ni siquiera puedo escribir, estoy anulada, petrificada en el
desastre, en un temblor constante que me lanza lejos pero me impide la huida,
recluyéndome entre muros sobrecargados observo expectante todos mis deseos en
el aire, la ilusión se desvanece como el vaho al abrir la puerta. La corriente
de aire me arrastra y me hace desaparecer. Tengo esperanzas estúpidas y cuanto
más las reafirmo más me anclo a la nada, me torturo con la expectación de un
niño que no sabe que la función se ha cancelado y que de mayor tendrá que
trabajar barriendo los desechos que dejan los otros niños al salir del circo.
Nadie come cacahuetes, como tantas otras representaciones físicas de la
tradición inexistente. Han desaparecido los elefantes, los ratones no comen
queso y las noches no son para dormir. Necesito alejarme de aquí, pero sólo la
idea de desplazarme me crea ansiedad, así que me siento y me recreo en mis
palpitantes impulsos por coger una mochila y amurallarme. Me siento en mitad de
un iceberg que se desprende poco a poco y se separa de la masa de hielo, me
alejo del frío glacial y aún me congelo más, deshaciéndome en el desastre. Soy
la soledad del territorio deshabitado, los ecos me devuelven las mismas
súplicas a modo de burla mientras yo me mantengo alargándome, estiro mis
extremos hasta que se tocan y como una goma golpean las manos de quien los
sujeta.
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