Nos hemos conocido flotando
en el mar muerto,
salado por nuestras lágrimas
que se vierten sobre el llanto ajeno,
cubriendo la resignación
de nuestros ancestros.
Hemos chocado a la deriva,
arrastrados
por una fuerza nula
que fosiliza nuestras extremidades
y congela toda posibilidad de huida.
Pero el frío es mental
y uno puede extraer el jugo dulce
de la vida
cuando ha vomitado suficiente agua salada,
cuando ha repudiado los arrastres
y la deshidratación,
la inercia.
Una vez aquí
no sé si nadar a la orilla
o hundirme hasta el fondo,
adentrarme en la oscuridad muerta,
la base sobre la que
flotan
los cadáveres
y coger la arena con mi mano,
guardar en mí un pedazo
de granos inertes
como muestra de desobediencia,
porque hoy no me conformo con
salir a flote,
no por norma, no sin causa.
Si he comprendido
que la capa acuática
es tangible y superable
debo habitar en el fondo.
Seré dueña de mi hundimiento,
cuando se apague la luz
todo será más metafórico
pero más real.
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