Somos cobardes con vocación de poetas, amantes de tormentas,
locos apáticos que esconden bajo la selva el torrente sanguíneo de todas las
exaltaciones del mundo. Que no nos digan, rectifico, no es posible generalizar
sentimientos antropomórficos pues tras la carne se camufla todo tipo de
sesiones sádicas, que
no me digan que no es fácil sonreír en el mes de mayo,
donde firmé mi carta de suicidio por adelantado, donde sentencié, sellé, envié,
comprimí, tragué y regurgité mi maldita carta de suicidio, cada uno de los días
que pasé a tu lado. Aun cuando hace demasiadas noches que te has ido y empiezo
a recordarnos como algo irreal me tranquiliza pensar en esa carta, la única que
me salva. En botellas arranco mi furia desaforada y envío amenazas
incomprensibles a los transeúntes que puede que algún día me cruce, y si no
ocurre mantengo los gritos en el aire y revuelvo sin gracia los despojos de
todos los días de invierno. Caer precipitadamente no es caer, es arrastrar hasta
el mar todo lo que nunca has amado. Mezclada con las caras se me clavan ojos y
pupilas, dientes, uñas… en todas partes de mi cuerpo. Perder tu identidad en
mitad de la calle es reafirmar que no fuiste nadie dentro de tu casa, por el
contrario sentir un agujero blanco alrededor de tu cuerpo cada vez que pisas
tierra, que no te eleva ni te hunde, no te separa ni te acerca. La línea
divisoria entre el resto del mundo. Aún no he dividido tu cuerpo en mitad de la
nada con las afiladas hojas de los versos que escribí en tu presencia, no es la
ausencia la que mata al poeta, nunca, nunca. No he podido encontrar el espacio
donde habitas, no te he construido escondite. Avanzar tambaleándose en el
centro del apocalipsis y sonreír a los supervivientes catársicos con los dientes
limpios y las manos sujetando amarras. Aún no ha caído la última bomba,
fabricación prefabricada de ilusos impulsos por (no)volarlo todo.
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