No hay nada más autobiográfico que las
secreciones y las extrapolaciones. Risas sin dueño nublan la calle donde un
laberinto parece un puzzle adecuado para niños de 0 a 3 años.
En la época en la que sólo necesitábamos
excitación y un precipicio, una boca para recordarnos que no podíamos ir más
allá y esa “r” del recuerdo de podríamos
es una advertencia y una puerta abierta, que “podríamos” haber ido más allá y
lo hicimos, a veces. Ellas amaban mi capacidad para ser paciente en todos los
sentidos, me destrozaban las manos y las orejas a base de curar y disculpar, de
ser médico y curandero, pasé de querer robar la tristeza a ser el paciente de
un doctor siempre ausente, de las pocas ganas que tuvieron para curarme cuando
tan sólo un beso en la frente hubiera bastado y vaselina para untar todas las
veces que entraron y salieron sin mí de mí y de ellas, mutuamente. Hablando del
tiempo, hablando del tiempo me miro y veo a una mujer lloviendo que se aleja
cada vez más de mí y a la vez me resulta tan conocida cuando la tengo cerca, y
hablando de mujeres, hablando de mujeres te veo a ti alejándote de mí y cada
vez veo más a la niña que se va de la mujer del espejo, que huye hacia mi
garganta y llora toda la noche preguntándose por qué la mujer no quiere dormir
en su vientre o meterla a ella dentro, una práctica básica de retroalimentación.
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