Tengo las manos cortadas en blanco y unos ojos clavados en
la espalda, que rotan, giran alrededor del parque y me orientan hacia el oeste.
Tengo en los hombros dos palomas y en los labios un aguijón sin dueño. Dime
cómo puedo hablar de hombres o de vidas, de posibilidades que no inciten a
mojarse fuera del recinto. Dime cómo puedo no huir de aquí sin llevarme conmigo
las hojas y la gente. Y si la gente quisiera venir conmigo (no quieren eso) no
sería un rapto, sino una reunión de amigos, pero ¿quién querría reunirse aquí,
conmigo? Y si ellos huyeran hacia mi garganta encontrarían un filoso acantilado
del que saltar sin miedo hacia dentro del abismo. Ellos lo habitan, yo lo
evito. Todos estos personajes son la forma de no decirme claro, puedes, debes,
tener miedo en el fondo de la cabeza, en el rincón que ocultas detrás de todo
el léxico y blando y rojo y negro, los colores que abandonaste, ¿dónde te
quedas tú atada a una bandera? Donde estuve estaré, lo he deducido. Inducirte
la siesta, la siesta eterna. No, no, es una hora triste para irte, no te irías.
Estarías parada en medio del silencio pesado como el Sol de mediodía a media
noche, cuando no quieres dormir y caes, lánguida como un junco rompiéndose a
cámara lenta en un río donde no has estado y piensas “podría estar bien
visitarlo, caer, fundirse con lo que no es mío”.
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