jueves, 21 de enero de 2016

Tengo las manos cortadas en blanco y unos ojos clavados en la espalda, que rotan, giran alrededor del parque y me orientan hacia el oeste. Tengo en los hombros dos palomas y en los labios un aguijón sin dueño. Dime cómo puedo hablar de hombres o de vidas, de posibilidades que no inciten a mojarse fuera del recinto. Dime cómo puedo no huir de aquí sin llevarme conmigo las hojas y la gente. Y si la gente quisiera venir conmigo (no quieren eso) no sería un rapto, sino una reunión de amigos, pero ¿quién querría reunirse aquí, conmigo? Y si ellos huyeran hacia mi garganta encontrarían un filoso acantilado del que saltar sin miedo hacia dentro del abismo. Ellos lo habitan, yo lo evito. Todos estos personajes son la forma de no decirme claro, puedes, debes, tener miedo en el fondo de la cabeza, en el rincón que ocultas detrás de todo el léxico y blando y rojo y negro, los colores que abandonaste, ¿dónde te quedas tú atada a una bandera? Donde estuve estaré, lo he deducido. Inducirte la siesta, la siesta eterna. No, no, es una hora triste para irte, no te irías. Estarías parada en medio del silencio pesado como el Sol de mediodía a media noche, cuando no quieres dormir y caes, lánguida como un junco rompiéndose a cámara lenta en un río donde no has estado y piensas “podría estar bien visitarlo, caer, fundirse con lo que no es mío”.

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