lunes, 22 de junio de 2015

Siempre la misma frecuencia de pensamientos, los mismos patrones de terrenos, de convenciones sociales, de relaciones interpersonales. Los mismos rituales, las mismas clasificaciones. Los miedos perpetuos, las ansias permanentes. Las traiciones de siempre, siempre los mismos traicionados. Los hijos de puta y los buenos. Los malvados y los santos. Las ganas de matarse y las ganas de vivir. Aquello de “los que dicen ¡quiero vivir!, los que dicen ¡no lo soporto!”. Esto son problemas de espacio, pienso, a veces, la intención de reducir al mundo en cajas y cajones que se superponen como muñecas rusas, esa necesidad de encajar todo con todo, de meter hojas y flores en el mismo saco, nidos de arañas y sapos en la misma esencia. La necesidad de contraponer, igualar y superponer conceptos, aprovechando, esta forma de conceptuarlo todo, de cosificar el aire, de sumergir a los animales en ácido, de atravesarnos la piel con alambres y crucificarnos en el más allá. Este absurdo deseo de darnos alas. El amor y el odio como complementarios al igual que los colores que pueden llevarse el mismo día en el mismo cuerpo y que por separado tienen el mismo sentido pero una naturalidad aburrida. La necesidad de hacer mezclas previsibles pero aún así sorprendentes para acentuar que radicalmente somos distintos de las generaciones anteriores y que, por supuesto, nuestros hijos nos odiarán y nos lanzarán al lugar de las creencias absurdas y los conocimientos abstractos que tanto hemos adorado y que en el futuro no servirán de nada. Es la etapa más crucial de todas, pero esto es únicamente porque es la que estamos viviendo, años atrás estaban dando saltos pregonando sentencias que ahora caen como losas sobre nuestras cabezas. Hoy evito ser lírica, evito la prosa y la poesía, evito mirar lo que escribo, evito respirar en periodos muy consecutivos, muy continuados, desde que me enteré de que el oxígeno te oxida vivo apreciando un poquito más los segundos, qué ridículo, qué infantil, supongo.

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