Siempre la misma frecuencia de pensamientos, los mismos
patrones de terrenos, de convenciones sociales, de relaciones interpersonales.
Los mismos rituales, las mismas clasificaciones. Los miedos perpetuos, las
ansias permanentes. Las traiciones de siempre, siempre los mismos traicionados.
Los hijos de puta y los buenos. Los malvados y los santos. Las ganas de matarse
y las ganas de vivir. Aquello de “los que dicen ¡quiero vivir!, los que dicen
¡no lo soporto!”. Esto son problemas de espacio, pienso, a veces, la intención
de reducir al mundo en cajas y cajones que se superponen como muñecas rusas,
esa necesidad de encajar todo con todo, de meter hojas y flores en el mismo
saco, nidos de arañas y sapos en la misma esencia. La necesidad de contraponer,
igualar y superponer conceptos, aprovechando, esta forma de conceptuarlo todo,
de cosificar el aire, de sumergir a los animales en ácido, de atravesarnos la
piel con alambres y crucificarnos en el más allá. Este absurdo deseo de darnos
alas. El amor y el odio como complementarios al igual que los colores que pueden llevarse
el mismo día en el mismo cuerpo y que por separado tienen el mismo sentido pero
una naturalidad aburrida. La necesidad de hacer mezclas previsibles pero aún así
sorprendentes para acentuar que radicalmente somos distintos de las
generaciones anteriores y que, por supuesto, nuestros hijos nos odiarán y nos
lanzarán al lugar de las creencias absurdas y los conocimientos abstractos que
tanto hemos adorado y que en el futuro no servirán de nada. Es la etapa más
crucial de todas, pero esto es únicamente porque es la que estamos viviendo,
años atrás estaban dando saltos pregonando sentencias que ahora caen como losas
sobre nuestras cabezas. Hoy evito ser lírica, evito la prosa y la poesía, evito
mirar lo que escribo, evito respirar en periodos muy consecutivos, muy
continuados, desde que me enteré de que el oxígeno te oxida vivo apreciando un
poquito más los segundos, qué ridículo, qué infantil, supongo.
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